29 mar 2023

Coincidencias ajenas

Algunas tardes se iba a andar y acababa sentada en un banco de la estación, a observar a esas mitades que esperan la llegada de un tren que complete su pareja: madre e hijas, amigos, amantes, y un sinfín de personas a las que los andenes emparejan a diario.

Nunca había viajado en tren, pero gracias a Hitchcock, David Lean y tantos otros, le resultaba fácil dar rienda suelta a su infatigable capacidad de imaginar historias ajenas. Con el tiempo, las rutinas de algunos de sus personajes de carne y hueso le habían hecho adquirir una falsa sensación de cercanía con ellos, como si los conociera, a pesar de no saber ni sus verdaderos nombres. Aunque, quién sabe, a veces la realidad y la ficción coinciden, y tal vez alguno de los nombres que ella inventaba resultaba ser tan real como imaginado.

Una tarde observó algo que, hasta entonces, empeñada en emparejar llegadas y recibimientos, no había percibido. Laura y Pablo bajaban del tren todos los viernes siempre a la vez; primero él y luego ella. Sólo le hizo falta un viernes más, para percibir ese ligero roce de sus dedos separándose al bajar. No se despidieron, ni se emplazaron hasta el domingo para la vuelta, ni cruzaron sus miradas, simplemente separaron sus caminos sin más. Su imaginación dio rienda suelta a un millar de posibilidades, pero ninguna de ellas logró calmar su curiosidad y, a pesar de que su lado gatuno le advertía de las consecuencias de curiosear vida ajenas, aquel domingo subió al mismo tren que ellos.

Ya en su asiento, fue consciente de que aquél iba a ser su primer viaje en tren. Un extraño viaje, se dijo a sí misma, mientras cruzaba sorprendida la mirada con su compañero de asiento.
   - ¿Nos conocemos? - le preguntó él.
   - No creo - dijo ella - es mi primer viaje en tren.
Y sonrió recordando aquel ligero roce de dedos ajenos, por el que ya no sentía la más mínima curiosidad.

Hoy

Sabía que ese día iba a morir, así que cada paso, cada aliento, cada caricia... los vivió con la intensidad de las despedidas. Al acabar el día, agradeció lo vivido y puso el despertador. A día siguiente le esperaba un nuevo último día.

Clausura

Las paredes de aquella celda que era su hogar aguardaban la llegada de la noche para cobrar vida. Todas las celdas poseían la misma sobriedad en su confort y su decoración: una imagen de la fundadora de la orden a la que pertenecían y una cruz de madera. Lo único que diferenciaba a unas de otras era, aparentemente, su inquilina.

Llegó allí con once años por voluntad ajena, pero en realidad no le importó lo más mínimo que así fuera. El único voto que aceptó con cierto reparo fue el de castidad y más por desconocimiento, que por el deseo de entender a lo que renunciaba. Los votos de obediencia y pobreza los aceptó con la misma naturalidad que lo había hecho desde su nacimiento. Y el de silencio le pareció un trueque justo, si se ahorraba las palizas de un padre que no conocía otro modo de comunicarse con ella. Desde entonces, sus monólogos nocturnos eran las únicas conversaciones de las que disfrutaba, entendiendo que aquel voto de silencio la excluía a ella misma.

Una noche, ya en su celda, le pareció que la cruz que colgaba sobre el cabecero de su cama estaba torcida. Al moverla, un pequeño trozo de papel doblado cayó sobre su almohada. Su primer pensamiento fue creer que, por error, había acabado en una celda que no era la suya. El miedo la dejó bloqueada, y pendiente de una puerta que esperaba que se abriera en cualquier momento. Pasados los minutos que su miedo necesitó para devolverle la voluntad, se atrevió a coger aquella nota y leerla. La leyó y releyó una y otra vez, mientras decidía si obviarla o responderla.

Desde entonces, cada noche, se acercaba a aquella sencilla cruz de madera, que parecía mirarla con la complicidad que da la clandestinidad compartida.

Billete de vuelta

Las paredes de aquella celda que era su hogar observaban el desvelo de su última noche, mientras su mente era una montaña rusa de ideas, miedos y preguntas sin respuesta.

Ya no era la misma persona que había llegado a aquella celda treinta años atrás. Se sentía incapaz de imaginarse fuera de allí y le daba pavor enfrentarse a un mundo del que apenas conocía las reglas. A su edad, sentirse perdido y desprotegido ya no era una opción. Se levantó, cogió su almohada sin hacer ruido, y entre lágrimas, acabó con el plácido sueño de su vecino de celda.

15 mar 2023

Castillos de arena

Era uno de esos pocos días del año, en los que la ilusión suena antes que el despertador.

Tras la jornada que tenía por delante, le esperaban dos semanas de vacaciones en el Cabo de Gata. La foto de una iglesia junto al mar había decidido el destino de aquellos días.

No era muy amante de la playa. Los recuerdos de su infancia estaban llenos de castillos de arena, que duraban apenas unos minutos en pie. Ya fuese el viento, su hermano pequeño, o el balón de los vecinos, siempre había algo que acababa devolviendo la arena a la arena.

Tal vez por eso, no fue una de esas niñas que deseaban subirse a la torre de un castillo, a esperar que una llave azul le abriese las puertas. Su ambición aprendió a recorrer otros lugares menos elevados, pero más libres.

Siempre que se lo permitían, cambiaba la arena de la playa por la tierra del huerto de su abuelo, que le enseño el poder de los tallos que no ofrecen resistencia a aquello que los azota.

Y desde que pudo decidir el destino de sus vacaciones, no había vuelto a ir a la playa.

Cuando encontró aquella vieja fotografía en el fondo de un cajón, tras la muerte de su abuelo, no pudo reconocer a la mujer que se abrazaba a él, en la escalinata de la iglesia.

A su intuición le bastó con ver el reverso:

        "Clara, 1942"

Le resultó más sencillo ubicar la Iglesia en el mapa, que en el pasado de su abuelo las respuestas.

Una semana después, sentada en aquella misma escalinata, miraba de nuevo la fotografía tratando de asimilar lo que ahora ya sabía.

Frente a ella, en la playa, escuchó a una pequeña llorar por su recién destruido castillo de arena, mientras su hermano la llamaba: "Clara, la llorica".

Se acercó hasta ella.

Sus miradas se cruzaron un instante, y su espíritu hizo las paces con el mar.

El último hueco

Era coleccionista de refranes.
Los escribía en pósits, con los que adornaba las paredes. Daba igual su procedencia, idioma o significado. El único requisito era que, al oírlo o leerlo por primera vez, removiera su espíritu:


    "Tu única posesión es este instante."


Esa había sido su última incorporación.
Al leerla se dio cuenta de que en realidad no poseía nada, y de que todo cuanto le rodeaba era fruto de una ambición absurda.

Lo único que de verdad quería era poder ver el mar, antes de llenar el último hueco de las paredes de aquella celda que era su hogar.

Su primera clase de natación

Aunque no había aprendido a nadar, anhelaba sentir su cuerpo flotando, y dejarse mecer por las olas.

No imaginaba, entonces, que la ambición del mar le robaría también su espíritu.