29 jul 2017

Juegos

De pequeña le gustó jugar a cualquier juego. No recuerda que hubiera jamás ninguno que no le gustara. Le daba igual si era un juego de niñas, de niños, de mayores, o de cualquier otro propietario... ella se apuntaba siempre que se lo permitían.

Creció añadiendo unos y otros, conforme se ampliaba el abanico de los permitidos sin abandonar la mayor parte de los anteriores, gracias, en muchos casos, a sus numerosas sobrinas y sobrinos, que la incluían sin reparos en sus juegos.

La infancia es mucho más permisiva que la madurez a la hora de seleccionar compañía para sus ratos lúdicos; cualquiera que quiera es bien recibido.

De adultos la cosa cambia. Entran en juego (nunca mejor dicho), muchos otros factores que no pertenecen al juego mismo, pero que son normas no escritas, no compartidas (a veces) y por supuesto, no negociadas... según las cuales, la decisión de jugar varía en un momento u otro, aunque el juego sea el mismo.

Aquella noche observaba desde una esquina, en lugar de jugar como tantas otras, por uno de esos factores que entran en juego en su categoría de no compartidos y obviamente, no negociados...