1 jun 2019

Dejarlo en tablas

Era la segunda vez que almorzaban juntos.
La primera le sorprendió.
Ésta confirmó.

Era una persona original en su vida.
Ni mejor ni peor que otras, simplemente distinta.
Eso ya lo sabía.
Lo que le faltaba por descubrir era, si él era consciente de su originalidad o no.
Era lo más difícil de descubrir, pero también lo más interesante.

Resultaba un reto hacerle las mismas preguntas que le haría a cualquier otra persona que acabara de conocer, pero eligiendo las palabras justas para conseguir las respuestas que buscaba, que nada tenían que ver, en realidad, con el asunto del que hablaran.

Además de un reto, era un juego con el que verdaderamente disfrutaba, quizás por las pocas oportunidades que tenía. Era como jugar a una partida, pero con piezas propias y ajenas. Y en este caso, desde la primera jugada, ya prometía buenos momentos.

El humus que acaban de dejar en la mesa le permitió descubrir la justa cantidad de comino que se necesita añadir para no estropear la mezcla de sabores y a la par, que aquello que a veces nos parece original en una persona es una sencilla cuestión de métrica; basta con reducir el espacio en el que mirar, para cambiar de parecer.

Y entonces se dio cuenta.
No era la única que estaba jugando a la vez con piezas propias y ajenas...
Y decidieron que dejarlo en tablas sería perfecto.

Palabras olvidadas

No era muy de guiarse por los premios, pero esta vez hizo una excepción, al dejarse llevar por el impresionante despegue literario de una joven escritora que, con su primera novela, estaba cosechando no solo premios, sino las mejores críticas de sus particulares críticos blogueros.

Así que decidió arriesgarse, confiando en que ésta fuera una de esas ocasiones en las que los premios aciertan con justa puntería.
El primer dardo hizo diana en la página dos.
Primera esquina doblada, para una de esas ocasiones en las que una sola frase detiene la lectura y hace imposible continuar sin más; sin volver a leerla, sin robarte la pausa para la que fue escrita.
Y en esa pausa tomó una decisión: devolver a la vida a todas las palabras olvidadas que un mundo lleno de mínimas expresiones eficientemente elegidas para lograr objetivos rápidos, había eliminado de sus calles.

Buscó uno de los rotuladores que su sobrino había olvidado debajo del sofá unos días antes y salió de casa, convertido en una especie de versión literaria del flautista de Hamelin, seguido en su mente de todas aquellas pequeñas palabras que, por fin, habían encontrado a su particular héroe.
Una semana después, de camino hacia el trabajo, en el escaparate de una tienda de reparación de móviles, descubrió un cartel nuevo, en el que algún otro flautista se le había adelantado.

La vida también tiene dardos que hacen diana, aunque en lugar de doblar una página, te doblan la sonrisa, y te roban también la pausa para la que pasaron por tu camino.
Y en esa pausa tomó otra decisión: escribirle a Helena para darle las gracias.
Al fin y al cabo, había sido su novela la que había logrado rescatar a las palabras olvidadas.