Eligió uno de los troncos que le ofrecía una escalada
fácil y en la última rama que creyó que soportaría su peso, se sentó a
observar.
Los cinco minutos que decidió que dedicaría a llegar a una
conclusión, eran ya otros muchos cinco más de los primeros. El tiempo avanzaba sin pedirle permiso y eso era algo que,
aún a día de hoy, seguía sin aceptar, por muy consciente que fuera, de que eso
no lo iba a hacer diferente.
En realidad, el primer minuto ya logró echar al traste
sus buenos propósitos, llevándose toda su atención a la fina rama que descartó
como asiento, y que se mecía justo encima de su brazo derecho.
En ella, un pequeño insecto se esforzaba por ganarle la
batalla al viento y mantenerse a salvo de la caída que él mismo temía, cuando
miraba hacia abajo. Mientras lo observaba, pensó que bastaría con alargar su
mano y empujarlo un par de centímetros, para acabar con sus esfuerzos, lo cual
no le hizo en absoluto sentirse más fuerte, más bien al contrario; se preguntó
si él mismo sería capaz de hacer frente al mismo relativo zarandeo, sin acabar
en el suelo.
Seguramente, no.
La flexibilidad que a la rama le daba su fuerza, a ese
pequeño insecto se la quitaba.
Cuestión de equilibrio, pensó.
O de justicia irónica, según los protagonistas y lo que
cada uno se juegue en el lado de la batalla que le toque jugar.
Precisamente por eso, volvió de nuevo a recordar el
motivo por el que estaba allí arriba, buscando respuestas que no creía tener,
antes de ver aquel forcejeo ajeno, que le hizo ser consciente de la
flexibilidad justa que necesitaba, el lado de la batalla que lo había hecho
subir allí.
Antes de bajar, lo cogió con cuidado y lo dejó en aquella
misma rama, pero en la parte más protegida del viento.
¿Quién sabe?
Tal vez mañana, necesitara subir allí de nuevo.
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