Llevaba viviendo en aquel piso cerca ya de tres años y apenas conocía a dos
de sus vecinos. Incluso para esos dos, usar el verbo conocer, era realizar una
concesión excesiva... Lo justo sería decir que reconocería sus caras si se los
cruzara por la calle y que conocía en qué planta del portal vivían.
Más allá de eso, poco o nada sabía, salvo que la lluvia no les gustaba a
ninguno gracias a sus profundas conversaciones de ascensor. El resto eran
suposiciones propias que bien pudieran ser igual de fallidas que de certeras.
El resto de vecinos o vecinas eran todo un misterio. Cierto es que sus
horarios y costumbres no lo ponían fácil para provocar encuentros, pero pasado
ya el tiempo que había pasado, empezaba a pensar que las otras nueve viviendas
estaban completamente vacías.
No tenía ni idea de si ese pensamiento le resultaba poco probable o poco
deseable, pero fuera como fuese, la primera sensación que tuvo aquella
madrugada al volver a pensar en ello no fue grata. En aquellos pocos segundos
que duró el terremoto, aquella sacudida agitó más su pensamiento que su cama. Sabía
desde hacía tiempo que la curiosidad por lo ajeno, no compartido, no era
precisamente uno de sus puntos fuertes, pero aún así, cuando el movimiento
cesó, volvió a dormirse con la firme decisión de redirigir aquellas profundas
conversaciones sobre pronósticos meteorológicos hacia otras más vecinales.
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