8 mar 2017

Costumbres

Esa mañana le dedicó un rato del tiempo que aún no tenía dueño, a buscar algunos de sus poemas.
No recordaba haber escuchado antes su nombre, así que, como tantas otras veces, no era su obra lo que la animaba a acudir a su recital. En realidad, le atrajo la originalidad del cartel con el que se anunciaba, aunque estaba segura de haber ido igualmente, por común que hubiera sido aquél, porque dejarse sorprender por nuevos poetas era uno de los placeres a los que se entregaba sin mucha resistencia.

Leer algo de su obra antes del recital era una excepción a su costumbre; que bien pensado también era costumbre suya, eso de cambiar de camino para llegar a un mismo sitio, de vez en cuando.

Dejó caer la tablet sobre la suave ladera de algodón que cubría sus piernas de ese modo que sólo el tiempo logra, y empezó a leer.
El primero de sus poemas no la conquistó.
Buscó instintivamente el título del poemario ("Los peces se fueron del mar") mientras pensaba que aquél no se hubiera ido con ella.

La mayoría de los libros de poesía que tenía, estaban con ella también por una simple cuestión de costumbre; la costumbre de coger un libro, abrirlo por una de sus páginas al azar y leer el poema que aparecía. Si doblaba la esquina, se iban juntos de la librería, si no, volvía a dejarlo donde estaba.

Aquella mañana no estaba en una librería, así que "Los peces se fueron del mar" se quedó con ella un rato más. Leyó otros cuantos poemas de la misma obra antes de buscar otras más recientes. Tras veintidós poemas leídos, decidió que eran suficientes como anticipo y que el resto llegaría aquella noche a criterio del propio autor, del que ya se había hecho una idea, que no incluía el hecho de que la sorprendiera.

No fue consciente de que debió ser su propio azar el que eligió el principio de la noche, hasta pasados los veintidós segundos que tardó en aceptar, que estaba escuchándole recitar el primer poema que ella había leído aquella misma mañana.
Eran las mismas palabras, una por una, aunque parecieran otras completamente distintas, mientras las recitaba mirando a su alrededor como miran los que no se guardan nada para mañana.
Esas mismas palabras por las que, apenas hacía unas horas, no hubiera doblado la esquina de una página, y que ahora le recordarían para siempre que hay poetas que no terminan de escribir un poema hasta que lo recitan.

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