No era
muy de guiarse por los premios, pero esta vez hizo una excepción, al dejarse
llevar por el impresionante despegue literario de una joven escritora que, con
su primera novela, estaba cosechando no solo premios, sino las mejores críticas
de sus particulares críticos blogueros.
Así que decidió arriesgarse, confiando
en que ésta fuera una de esas ocasiones en las que los premios aciertan con
justa puntería.
El primer dardo hizo diana en la página dos.
Primera esquina
doblada, para una de esas ocasiones en las que una sola frase detiene la
lectura y hace imposible continuar sin más; sin volver a leerla, sin robarte la
pausa para la que fue escrita.
Y en esa pausa tomó una decisión: devolver a la
vida a todas las palabras olvidadas que un mundo lleno de mínimas expresiones
eficientemente elegidas para lograr objetivos rápidos, había eliminado de sus
calles.
Buscó uno de los rotuladores que su sobrino había olvidado debajo del
sofá unos días antes y salió de casa, convertido en una especie de versión
literaria del flautista de Hamelin, seguido en su mente de todas aquellas
pequeñas palabras que, por fin, habían encontrado a su particular héroe.
Una
semana después, de camino hacia el trabajo, en el escaparate de una tienda de
reparación de móviles, descubrió un cartel nuevo, en el que algún otro
flautista se le había adelantado.
La vida también tiene dardos que hacen diana,
aunque en lugar de doblar una página, te doblan la sonrisa, y te roban también la pausa para la que pasaron por tu camino.
Y en esa pausa tomó otra
decisión: escribirle a Helena para darle las gracias.
Al fin y al cabo, había
sido su novela la que había logrado rescatar a las palabras olvidadas.
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