Sin saber cómo llegó, sabe por qué se quedó atrapada en la
lectura de un artículo reciente sobre el llanto infantil y sus efectos.
El porqué tenía alrededor de unos 2 años y medio y
berreaba desde hacía unos tres minutos reales (en su impaciencia eran algo así
como tres horas), frente a una máquina de bolas de colores, situada en la
cafetería a escasos metros de su mesa.
Con el primer berrido, su madre (o lo que fuera que era
la adulta que la acompañaba) intentó explicarle que no tenía intención alguna a
sucumbir a su llanto; pero con poco éxito, si lo medimos en unidades
lagrimales.
Intentando distraerse del porqué, se adentró en la
lectura de lo que le pareció una teoría incompleta. Decía, en resumen, algo así
como que el llanto de los cachorros está naturalmente creado para resultarle lo
suficientemente insoportable a los adultos de la misma especie como medida de
protección y supervivencia.
No lo ponía en duda.
Pero ahí es cuando pensó que estaba algo
incompleta: faltaba incluir el momento evolutivo en el que los cachorros
humanos aprenden la teoría y cambian de la evolución animal a la evolución
humana.
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