Esos veinte
minutos de retraso, que hace dos, eran una espera poco grata, se habían
convertido en un deseo, sin prisa, de conseguir unos minutos más para tomar la
decisión de dejarse llevar por el miedo o por la curiosidad.
Mientras su
tren le daba margen, miraba el maletín que descansaba a su derecha, olvidado
por su compañero de asiento dos minutos atrás.
Ahora echaba de menos la conversación no mantenida.
Ahora echaba de menos la conversación no mantenida.
La mayoría de las personas que ocupaban el asiento contiguo al suyo, en los trayectos del tren que la llevaban del trabajo a casa y viceversa, eran las que iniciaban una conversación.
Siempre
pensó que tenía una expresión lo suficientemente amable, como para que
quisieran hablar con ella sin conocerla en absoluto.
Y con el
tiempo se acostumbró a que así fuera.
Hoy, sin
embargo, la excepción había compartido con ella camino. Algo que no hubiera
tenido mayor trascendencia, de no ser por aquel olvidado maletín, que cuanto
más miraba, más segura estaba de querer abrir y confirmar su sospecha de que contenía
un saxo.
Miró por la
ventana y supo que apenas le quedaban tres minutos para llegar a su parada. Al
abrirlo, lo único que encontró fue una nota con su nombre. Miró a su alrededor
con disimulo y vergüenza anticipada, por si alguien le estaba tomando el pelo,
y empezó a leer la nota.
Intentaba, tras cada frase, recordar la cara de su,
ya no tanto, olvidadizo compañero para tratar de confirmar que aquellas
palabras eran ciertas y lo que años atrás era un pupitre compartido lleno de
saxos y corazones garabateados, hoy era el asiento de un tren que acabada de
cambiar su destino.
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