Tras una pared de cristal, que compartía transparencia con ellos, se movían en un espacio inmensamente pequeño para sustituir a un istmo que les quedaba ya demasiado lejos y al que, desde luego, no volverían por dos euros quince.
La belleza que, desde pequeña, encontraba tan atractiva en todo aquello que le permitía ver su mecanismo interior, se disipó esta vez.
La doble transparencia no hizo doble su belleza.
Le resultó irónico pensar que, curiosamente, al cristal de Java lo que le sobraba no era el cristal de su nombre sino el de la pecera.
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