29 mar 2023

Clausura

Las paredes de aquella celda que era su hogar aguardaban la llegada de la noche para cobrar vida. Todas las celdas poseían la misma sobriedad en su confort y su decoración: una imagen de la fundadora de la orden a la que pertenecían y una cruz de madera. Lo único que diferenciaba a unas de otras era, aparentemente, su inquilina.

Llegó allí con once años por voluntad ajena, pero en realidad no le importó lo más mínimo que así fuera. El único voto que aceptó con cierto reparo fue el de castidad y más por desconocimiento, que por el deseo de entender a lo que renunciaba. Los votos de obediencia y pobreza los aceptó con la misma naturalidad que lo había hecho desde su nacimiento. Y el de silencio le pareció un trueque justo, si se ahorraba las palizas de un padre que no conocía otro modo de comunicarse con ella. Desde entonces, sus monólogos nocturnos eran las únicas conversaciones de las que disfrutaba, entendiendo que aquel voto de silencio la excluía a ella misma.

Una noche, ya en su celda, le pareció que la cruz que colgaba sobre el cabecero de su cama estaba torcida. Al moverla, un pequeño trozo de papel doblado cayó sobre su almohada. Su primer pensamiento fue creer que, por error, había acabado en una celda que no era la suya. El miedo la dejó bloqueada, y pendiente de una puerta que esperaba que se abriera en cualquier momento. Pasados los minutos que su miedo necesitó para devolverle la voluntad, se atrevió a coger aquella nota y leerla. La leyó y releyó una y otra vez, mientras decidía si obviarla o responderla.

Desde entonces, cada noche, se acercaba a aquella sencilla cruz de madera, que parecía mirarla con la complicidad que da la clandestinidad compartida.

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