4 jun 2017

Breve historia de una tienda breve

Un día cualquiera se despertó como cualquier día: la almohada llena y las preocupaciones vacías.
Habían llegado a entenderse lo suficientemente bien, como para no necesitar ni una sola palabra que mediara en su relación. Gracias a ello, sus noches eran el terreno perfecto para fabricar semillas nuevas, que es lo que ocurrió aquella noche.

Se despertó con una idea que llenó sus días siguientes de síes y noes, que fueron puliendo lo que imaginaba, hasta convertirlo en lo que quería.
Quería abrir una tienda; una tienda de precios.

Necesitaba algunos, aunque fueran pocos, para poder abrirla, así que decidió autoabastecerse y empezó a rebuscar por cajones, estanterías y demás huecos.
Encontró un cuaderno que compró en Kusadasi. Su precio era treinta y ocho, pero ese cuaderno ya no lo necesitaba, pues jamás sería comprado o vendido de nuevo, así que ya tenía su primer precio en stock para su nueva tienda.
Animada por la idea de encontrar los suficientes con rapidez, le siguieron: aquella taza que compró dos veces en aquel viaje de vuelta al pasado, y que al volver supo que, aunque se rompiera una, no se desharía de ella jamás. Así pues, tampoco necesitaban precio ninguna de las dos. Ya tenía otro, incluso repetido… Y qué decir de Lucía, que la miraba con esa tranquilidad tan suya, esperando pacientemente a que le llegara su turno…

Apenas unas horas tardó en reunir los que consideró suficientes, y llena de emoción, lo dispuso todo para abrir su tienda al día siguiente, en el que amanecería como cualquier día.
La almohada vacía y las ilusiones llenas.

Paseando su nerviosismo con la excusa de terminar de retocar cualquier detalle, esperó a que entrara su primer cliente. Al cabo de una media hora, escuchó el tintineo de la puerta al abrirse y vio entrar a una señora mayor, que parecía haber cargado a su espalda cada año vivido y pintado en su rostro cada sonrisa regalada.
Se acercó hasta ella y devolviéndole aquella vieja sonrisa, algo menos arrugada, le preguntó para qué necesitaba un precio. La señora miró a su alrededor y cogió uno, que resultó ser el que Lucía ya no necesitaba.
En el mismo instante, en el que la señora le preguntaba el precio de aquel precio, se dio cuenta de que ni siquiera se había parado a pensar en lo que cobraría por ellos.
Apiadada de aquella sonrojada juventud impetuosa, la buena mujer decidió intentar ayudarle a salir de aquella situación, restándole importancia a su descuido y preguntándole por el valor que para ella tenía, aquello a lo que perteneció aquel precio.

“Le regalo el precio” fue su respuesta.

Ninguna de las dos necesitó más palabras, para entender: lo que una ya sabía, y lo que la otra acababa de aprender.
Y salieron juntas de aquella breve tienda, charlando con la confianza que da el camino que basta por lo compartido, por corto que sea, y dejando tras ellas, todas aquellas estanterías vacías del precio de lo que no tiene precio.

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